La libertad es uno de los derechos más importantes para el ser humano. Por ello, el poder que tienen los Estados de privar a las personas de este derecho debe ejercerse de manera proporcional y solo como último recurso, una vez que otros han sido probados y han fallado. Dada la gravedad que implica la imposición de penas de prisión, es necesario asegurar un equilibrio entre el deber del Estado de garantizar la seguridad pública y sancionar ofensas graves, por un lado, y la obligación de respetar los principios básicos del derecho penal, así como los derechos fundamentales de las personas privadas de la libertad, por otro. Los Estados deben, además, reconocer que no toda conducta reprochable necesita ser sancionada penalmente, y que no toda sanción penal es sinónimo de encarcelamiento.
La “guerra contra las drogas”, desplegada en las últimas décadas, sin embargo, ha generado una enorme distorsión en los sistemas penales, en el uso del poder punitivo de los Estados y de la cárcel en todo el mundo, particularmente en las Américas (esto es cierto para casi toda América Latina y Estados Unidos). Esto ha llevado a una escalada punitiva, en la que los sistemas penales imponen penas privativas de la libertad sumamente altas y desproporcionadas para sancionar toda clase de conductas relacionadas con drogas –desde la siembra hasta la posesión, e incluso el consumo–. A su vez, ello ha contribuido a agravar la crisis de los sistemas penitenciarios de la región. Aunque dicha crisis se explica, entre otros factores, por un uso excesivo e irracional del derecho penal en distintos campos, las políticas de drogas en América Latina explican una parte importante del abuso de este recurso.
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